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La batalla del volcán, la (des)memoria y el Salón Azul

LLAMADA: La Batalla del Volcán nos cuenta la ofensiva desde la perspectiva de los ex guerrilleros y ex militares que ahora pueden reunirse a reconstruir los hechos, hacerse bromas y celebrar la vida y honrar la memoria de quienes no lo lograron.

En la misma semana que los diputados de la Asamblea Legislativa intentaron recetarse una segunda ley de amnistía a su medida, los salvadoreños hemos tenido la oportunidad de ver un documental que nos muestra los círculos perfectos de la historia maldita del país.Yo estoy lejos. Mis amigos periodistas se toman el tiempo para explicarme, con resúmenes ejecutivos vía WhatsApp, cómo los legisladores pretenden perpetuar el “perdón y olvido”. 

La Corte Suprema de Justicia decretó en 2016 la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz en 1993, ordenando llevar ante los tribunales a los criminales de guerra consignados en el informe de la Comisión de la Verdad y demandando a la vez una ley de reconciliación; pero la vivianada típica de los políticos salvadoreños les dio para crear una extravagante ley especial de justicia transicional y restaurativa para la reconciliación nacional que exime de la cárcel a los responsables.

Como el tiempo se les acaba y muchos deben “soltar la guayaba”, esa carrera frenética hacia la redención por medio de la desmemoria -de cara a la llegada de un nuevo Presidente- surge con la potencia devastadora de un cañón, una granada fragmentaria, una lágrima contenida por tres décadas: La Batalla del Volcán.

Julio López, a quien conocí acá en Nueva York durante un seminario para jóvenes cineastas centroamericanos realizado por “Casa Clementina” en 2011, crea un collage magistral usando retazos en blanco y negro del pasado, lustrosas imágenes del presente y recortes de periódico -en este caso imágenes periodísticas nunca antes vistas- de la ofensiva guerrillera “Hasta el tope”, de noviembre de 1989.

No es un relato ligero. Tiene la crudeza a la que los salvadoreños estamos acostumbrados desde siempre y nos ubica en puntos estratégicos por donde entró la guerra a San Salvador. Vi los primeros veinte minutos sola, y los recuerdos dormidos despertaron como un monstruo descascarado y tieso. Y paré. Fui a buscar a mis hijos a la escuela y toleré, ese día menos, su afición por Fortnite, el juego de video que tiene enganchados a chicos y grandes, cuya acción como en la mayoría de los juegos de roles, es el combate armado.Así que un par de días después decidí que en lugar de reanudar una película fantástica que tenemos a medias u ver por enésima vez un reality show de inocentes aspirantes a pasteleros, veríamos La Batalla en familia. Para ellos, los niños, fue un viaje a un pasado lejano e incomprensible comenzando por el idioma -no tiene subtítulos en inglés- y para mi esposo una oportunidad de conocer más sobre lo que sabe sucedió, reconectando con lugares conocidos. 

Aunque al final hay una lista detallando los personajes y lugares, perdí bastante tiempo tratando de ubicarme en esa dimensión perdida de mi cabeza de inmigrante.

a experiencia de la guerra, si bien es abarcadora y colectiva, también es particular; nos afectó de forma distinta a cada uno, dependiendo del estrato social, zona de residencia, edad y conciencia política familiar. Yo estaba en plena adolescencia y mis hermanos estaban pequeños, y si bien al principio del conflicto parte de mi familia se relacionó con el movimiento eclesiástico de base -catequistas, oblatas que atendían la periferia norte de San Salvador- la guerra o “la situación“ para nosotros se manifestaba fuera de la casa en forma de apagones, toques de queda, cateos eventuales, personas conocidas que desaparecían misteriosamente y noticias sobre marchas que eran reprimidas violentamente.

Estamos hablando de 1989, apenas tres años después del terremoto que devastó San Salvador y marcó un momento crítico para mi núcleo familiar, ya que debimos abandonar nuestra casa en la urbanización Toscana, allá por la salida hacia la Troncal del Norte, regresando a la casa de mis abuelos ya enfermos y mis tías.

“La situación” empeoraba. Creo que pocas semanas antes con un grupo de alumnas de la Escuela Madre Marie Paul quedamos atrapadas en el Instituto Técnico Ricaldone ya que asistimos a una presentación de “Jesucristo Superestrella” y un comando guerrillero atacó un puesto de seguridad aledaño; cómo logramos salir no recuerdo, pero la hermana Nohemi Moscoso logró llevarme sana y salva hasta la esquina de la colonia. Esa colonia está a pocos pasos de la Primera Brigada de Infantería, del ex Departamento General de Tránsito, la Universidad de El Salvador y La Fosa, una comunidad construida a la orilla de un río estratégico en el asalto guerrillero del 11 de noviembre.

Me dio varicela un mes antes y como era de esperarse siguió mi hermana y por último mi hermano, quien se llevó la peor parte, ya que una vez desatada la ofensiva quedamos aislados. No hubo electricidad, agua y la comida escaseó. Ahora es chiste, pero mi hermano pintado con Violeta de Genciana era el salvoconducto para salir a buscar agua y alimentos donde amistades generosas.

El Alzheimer y la artritis ya habían llevado a mis abuelos a una etapa de deterioro avanzado por lo que sobrevivir esos días no fue fácil, escuchado los ataques aéreos militares sobre comandos de la guerrilla apostados en los multis de la colonia Zacamil. Una mañana después de bañar a mi abuelo en el patio tuvimos que entrar corriendo porque balas impactaron el techo de duralita de la casa vecina. Al día siguiente si mal no recuerdo, nos despertamos con la noticia de la masacre de los sacerdotes jesuitas de la UCA.

Así, cada quien tiene su historia personal de sobrevivencia.

La Batalla del Volcán nos cuenta la ofensiva desde la perspectiva de los ex guerrilleros y ex militares que ahora pueden reunirse a reconstruir los hechos, hacerse bromas y celebrar la vida y honrar la memoria de quienes no lo lograron. También, como reza la sinopsis oficial, “se enfrentan a los odios del pasado y a los dolores del presente cuando regresan, veinticinco
años después, a los barrios de San Salvador donde combatieron en la batalla definitiva de la guerra civil salvadoreña”.

Pero también hay protagonistas que casi pasarían inadvertidos pero que son indispensables para esta hazaña documental: los periodistas, camarógrafos y sonidistas que arriesgaron la vida para informar al mundo sobre lo que pasaba en esta esquina del tablero de la Guerra Fría.

En general, el relato está dominado por hombres, por eso destaco la presencia de María, una ex combatiente que narra cómo “sin entrenamiento, sino pura ideología”, decidió empuñar el fusil para, según ella, cambiar el rumbo del país. Ella resiste la lágrima cuando hace el recuento de cómo una familia decidió ayudarla cuando recibió un impacto de G3 en la pierna, e incluso cuando explica cómo vio morir a uno de sus hermanos, atravesado por un mortero. Pero se quiebra con el reencuentro con esa madre y una hija. A ella les debe la vida.

Los hombres no lloran, y mucho menos en El Salvador. Por eso impresiona el relato de David Rodríguez, un ex agente de la Policía Nacional de seudónimo “Barón”, quien usa el lenguaje articulado del combate para explicar su encuentro fatal con dos guerrilleros en la entrada de Ciudad Merliot, pero nos espeta su tragedia interna. “La guerra paró y a nadie le dieron ayuda psicológica”. Y sus lágrimas nos dicen por qué no debemos olvidar, por qué saber la verdad es un imperativo y que estamos obligados a trabajar duro, desde donde estemos, para detener la tragedia cíclica que es nuestra historia.

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